Esbozo Histórico
Sonora y México no son ajenos al proceso mundial de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, que dio paso a la formación de los Estados Nacionales. Tras ese proceso histórico hay toda una labor que busca justificar los procedimientos jurídicos utilizados para lograr la unidad de los países por encima de su diversidad regional.
América Latina es protagonista de esa dinámica que se configura en dos sentidos: a) la construcción de un poder central a través del Estado y b) las consecuencias de tres siglos de colonización con sus propias formas jurídicas de las cuales los nuevos países tratan de diferenciarse.
La configuración jurídica que los nuevos países heredaron protegía un tipo de relación social de estratos, de monopolios económicos y privilegios, que establecía los mecanismos para acceder a las estructuras del gobierno colonial.
En esa escala social se presentaban situaciones excepcionales, sobre todo entre las comunidades de indios a las que la corona española les reconocía sus formas propias de gobierno. La persistencia de estas formas nacieron precisamente de las características que adquirió la conquista en los distintos espacios regionales, como en el caso de México.
Al consumarse la independencia, las antiguas comunidades indígenas se opusieron a la implementación de las nuevas leyes e incluso a la idea de vivir bajo el régimen de un nuevo Estado y país distintos a los de la época colonial. Aún así, las nuevas reglamentaciones no pudieron evitar otorgar reconocimiento, al igual que a la corona, a las comunidades indias para que se gobernaran y administraran la justicia bajo sus propias leyes, no sin presentarse una serie dificultosa de obstáculos, a veces insalvables.
La edificación del Estado y las nuevas leyes encaminadas a reorientar y dinamizar las transformaciones económicas, requirió de un aparato judicial que otorgara capacidad coercitiva al aparato legal. El asunto más delicado era la propiedad del suelo, fuente inagotable de enfrentamientos entre la visión comunitaria de los indios, desarrollada con las misiones, estructura fundamental durante la Colonia, y el espíritu de propiedad privada estipulado por la ley de 1828.
El enfrentamiento llegó a niveles tales que provocó una cadena de rebeliones, como la que se generalizó por parte de yaquis y ópatas, quienes concibieron el utópico proyecto de establecer su propio gobierno de carácter monárquico.
Tras las declaraciones de Juan Balderas, líder de la rebelión yaqui de 1831, de pretender ignorar que México se había liberado de su rango colonial de España, había más que ignorancia o desconocimiento. Se trataba de una postura que daba continuidad a una larga tradición de levantamientos que se extenderían hasta finales del siglo XIX. Esto implicaba una puesta a prueba de la capacidad de la sociedad criolla para construir un nuevo Estado, ante un conjunto social de comunidades indígenas que parecían prevalecer sobre el resto de mestizos, criollos o estamentos heredados de la Colonia.
Los estatutos legales no fueron capaces de dar un completo orden al nuevo proyecto. Requerían ante todo de la fuerza militar o policial para disciplinar esa disparidad racial reconocida por la costumbre. Las comunidades indígenas, tanto las que no se doblegaron como la apache, o las aculturizadas como los ópatas, pápagos, yaquis y mayos resultaban, ante los ojos de la sociedad criolla, responsables del atraso que vivía el Estado de Sonora en relación a otras entidades del país.
Este espíritu posterior a la consumación de la Independencia no era distinto al de los primeros tiempos de la Conquista; por el contrario, se recurría a ese pasado como una forma de justificar los nuevos enfrentamientos. En los ilustrados de la región, escasos por cierto, prevalecía ese espíritu. Se trataba de concluir un largo llamado a las comunidades indias para que aceptaran "la magia de la civilización". Esa disposición se originaba en la estructura propia de mando y orden interna de las comunidades que tanto el régimen colonial como el Estado de Occidente y después Sonora, les reconocerían como leyes y gobierno propio.
Durante las rebeliones nunca faltaron terceros ajenos a los indios a quienes se les acusara de ser promotores oficiosos o intelectuales de los conflictos. En la Colonia abundaron las confrontaciones de civiles y militares contra los misioneros. El conflicto fundamental era la cerrada oposición para que el indio saliera de las misiones y se transformara en fuerza de trabajo para minas y haciendas. Ese enfrentamiento era inevitable, y con la consumación de la Independencia el problema se evidenció con más intensidad. Al referirse a los pueblos yaquis y a la potencial riqueza del río, Zúñiga señalaba:"Falta sólo el que tantas ventajas se aprovechen, y que cien brazos que serán la rémora de una riqueza indefinida, se ganen para la civilización, la agricultura y el comercio".
Se definían así las dos causas de las rebeliones indias: la conversión de la tierra en propiedad privada y la transformación del indio en mano de obra.
Tras el plan de Balderas de erigirse como rey, estaba el derecho de origen, de nacimiento, de pertenecer a un espacio territorial ancestralmente dominado por los indígenas. Tierras, idioma, tradiciones, y hasta un aparato jurídico conformaban las premisas que justificaban el impulso de levantarse como país y a Balderas como monarca.
Una medida propuesta por Zúñiga era el mestizaje, que orillara o impulsara "sus propensiones próximas a la civilización y la cultura". En su conjunto, las medidas eran contrapuestas: la guerra y el mestizaje. En ocasiones el franco reconocimiento de las "naciones amigas" pretendía ser la respuesta al estado calamitoso de Sonora.
Cuando el presente se hacía difícil las propuestas se hurgaban en el pasado. Las misiones reaparecían como una alternativa que organizara la vida de la región. Tras esa opción de que la estructura misional recuperara su presencia, estaba en claro la escasa coherencia de las propuestas políticas y administrativas que venían de la ciudad de México u otros espacios regionales.
La construcción del aparato estatal y su división en poderes constituyó, en los espacios regionales alejados del centro del país, un verdadero conflicto, en particular lo que concernía a la administración de la justicia. Los principales problemas estribaban en la ruptura jurídica con un sistema colonial que alimentaban prejuicios y privilegios, los cuales muchas veces ocasionaron, como ya se mencionó, el enfrentamiento entre militares, misioneros y civiles en francas rebeliones contra el orden colonial en los puntos más alejados como Sonora y Sinaloa.
Esa ruptura que establece la nueva nación se dirige precisamente a cerrar puertas a la práctica de la sociedad estamentaria, recordando que la administración de la justicia en el Sonora colonial fue débil, aunada a estructuras también débiles, ya sea ideológicas como la Iglesia, o administrativo políticas como los alcaldes mayores, responsables de administrar la justicia durante ese período. Esto generaba a nivel social una tendencia al rechazo no tan sólo del nuevo orden, sino del orden mismo, acrecentada con una organización militar incapaz de poner fin a las interminables rebeliones de las etnias. Pero el problema más significativo partía de la inexistencia de personal poseedor del conocimiento específico de las leyes.
A diferencia de otras Provincias, en lo que fue la Nueva Vizcaya, las Provincias Internas de Occidente, la Intendencia de Occidente hasta la separación de Sonora y Sinaloa de que fue el Estado de Occidente, no se desarrollaron instituciones de educación, y escasamente de primeras letras, lo que obligó a los padres o colonos, durante varias generaciones, a enviar fuera del Estado a sus vástagos a realizar estudios en ciudades como Durango, Guadalajara y México. En ocasiones el requerimiento de ilustrados se resolvió por la migración o residencia de algunos abogados en el Estado de Sonora, procedentes del centro del país e incluso de otros países. La calidad de extranjero se allanó por decreto del Congreso del Estado, quien determinó que el otorgamiento de la calidad de ciudadano sonorense fuera de exclusiva incumbencia del Gobierno Federal. Tal fue el caso de Juan Esteban Milla, de origen guatemalteco, que fungió en labores de Magistrado del Supremo Tribunal de Justicia en 1834 y en años subsiguientes.
Para cubrir medianamente esas carencias, se nombraron a jueces que se elegían de entre los habitantes de los pueblos, en ocasiones representativos, pero que de acuerdo a la ley adquirían la categoría de jueces legos o desconocedores de las teorías jurídicas. En ocasiones más extremas, se trataba de gente analfabeta. Esta respuesta a la necesidad de administrar la justicia de manera expedita, tenía una cercana relación con las formas de justicia de los pueblos, donde imperaba la tradición para resolver los problemas legales mediante la palabra o la conciliación.
Los Jueces de paz o locales, en ocasiones llamadas jueces económicos, tenían una limitada esfera de incumbencia para conocer y resolver sentencias. Sus escasos conocimientos jurídicos, agregados a la pesada influencia de los hombres fuertes de los pueblos y a las condiciones políticas de estos, significó siempre un problema.
El ejercicio social de construir el aparato judicial y su cuerpo de leyes fue un proceso lento que oscilaba entre los intereses de la clase en pugna por la dirección política del Estado y la sociedad misma, que determinaba su ubicación social por costumbres originadas en un sistema de estratificaciones y no por normas jurídicas que daban a todos la calidad de ciudadanos. Tal es el caso del decreto 32 de 1831 del Estado de Occidente, que ofrecía a las comunidades indias la ciudadanía siempre y cuando renunciaran a la protección que durante siglos les brindara la comunidad misional. Esta ley no significaba la renuncia a nombrar sus propias autoridades, lo cual era permitido según los Artículos 5° y 6° de la ley número 16, decretada el 1° de junio de 1831, en el caso del Yaqui y Mayo.
Uno de los grandes impedimentos para lograr la funcionalidad y eficiencia en la administración de la justicia era contar con los recursos que permitieran el sostenimiento del aparato judicial. El financiamiento debía comprender los salarios del personal de los tribunales, las fuerzas policiacas, y la infraestructura requerida para que los sentenciados, indiciados y demás purgaran su condena. Fueron varias las respuestas que se pretendieron dar a las carencias de infraestructura para el castigo. Empresarios mineros como los Almada en Alamos, propusieron que se enviaran a los sentenciados a cumplir sus condenas realizando trabajos en sus minas, a cambio de vigilados y otorgarles un pago y medios de sobrevivencia; en otras ocasiones fueron enviados a trabajos especiales como la construcción del muelle del puerto de Guaymas. Se advierte pues, cómo la pretensión de imponer o emplear nuevas medidas jurídicas se contraponía a las condiciones económicas y a la lógica social de la región, para la que el conjunto humano que violaba la leyera más útil como fuerza de trabajo que en forma de presidiarios onerosos.
La disyuntiva estaba entre gastar para sustentar un castigo, o cambiar el concepto no tanto del delito como del castigo. Por eso se ensayaron varios procedimientos como la flagelación física en público, hasta llegar a la pena de muerte, tal como la propuso el Gobernador José de Aguilar.
La calificación del crimen y el criminal era otro asunto. Dadas las condiciones sociales y políticas de Sonora resultó difícil homogenizar su aplicación sin distinción de intereses sociales. Las comunidades indígenas seguían ejerciendo sus costumbres y leyes, y en los casos de enfrentamientos entre indios y blancos, los primeros encontraban en sus pueblos un buen refugio.
Por otra parte, la relación entre el Gobierno y el resto de la clase social y los pueblos no indios era muy tensa, ya que por ley estaban obligados a prestar servicios en la guardia nacional o las fuerzas auxiliares.
Como es de suponerse, las posibilidades y la confianza de contar con un ambiente de tranquilidad civil radicaba en buena medida en el comportamiento de las fuerzas militares, sólo que cuando no estaban ocupadas en cuartelazos, lo estaban en apaciguar las rebeliones indígenas, que incluso algunos de los caudillos locales como José María Gándara promovían.
El que los pueblos y los dueños de haciendas y minas fueran los que contaran con recursos para armarse y defenderse dejaba en una situación endeble a la autoridad civil, ya que aquellos en su momento podían desconocer y oponerse a las disposiciones legales o de Estado. De esta situación se derivaban los continuos desconocimientos de Gobernadores y demás funcionarios, aunque en el caso del Poder Judicial los Tribunales de Justicia eran los que emergían con más rapidez de las crisis como despositarios naturales u obligados de esta última. Los Magistrados y Presidentes del Supremo Tribunal no fueran ajenos a toda participación o carecieron de interés en los proyectos políticos que se enfrentaban como propuesta para orientar el desarrollo de la región; formaron parte activa de esos proyectos, como se verá más adelante.
El ejercicio de la autoridad y la administración de la justicia fueron por muchos años sustentados en las armas, por lo que abundaban las quejas contra los hombres fuertes de los pueblos. No siempre los jueces locales o de paz contaban con el respaldo de las fuerzas policiacas o coercitivas para imponer orden o administrar justicia. Como ejemplo prototípico se puede mencionar el caso de Pedro Lamadrid, Juez de paz de Cocóspera, contra Manuel Urías. Al parecer Urías era un antiguo militar que se negaba a prestar sus servicios desconociendo la autoridad del juez Lamadrid, actitud que sostenía desde hacía tiempo con respecto a otros jueces. Los pocos años que habían pasado de la consumación de la Independencia y la persistencia de costumbres coloniales dieron por resultado el enfrentamiento con aquellos militares que no se amoldaban a las autoridades civiles. La gran cantidad de años en los que militares y religiosos ordenaban la vida no podían ser borrados con meras disposiciones federales en un ambiente de antagonismo y fuerzas encontradas, reflejo de la perenne debilidad de un poder central y la formación de fuerzas ligadas a la defensa de sus localidades.
La separación del Estado de Occidente fue parte de un proceso en el que los poderes intentaban definir su espacio territorial de dominio. Lo que fue un ejemplo a nivel del Noroeste, sucedía a niveles locales o municipales con su secuela de agravios entre autoridades y comunidades y en el caso del Poder Judicial en la redefinición administrativa de sus tribunales.
Un ejemplo se presenta el año de 1833, en que el Ayuntamiento de Hermosillo demandó al de San Miguel de Horcasitas ya que este último contaba al parecer con gente armada que amenazaba con actos de pillaje en perjuicio de Hermosillo. Como en otros casos, ambos Ayuntamientos pretendieron que el caso fuera resuelto al arbitrio del Gobernador del Estado, cuando en realidad se trataba de un conflicto cuya resolución era estrictamente judicial. De hecho a ambos se les conminó a encausar sus problemas por medio de los tribunales.
En el fondo de esos conflictos estaban las colindancias territoriales de los municipios y la autorización que las mismas leyes les otorgaban para formar sus fuerzas de seguridad, lo que si bien hoy nos parece lógico y positivo, en esa época impedía el control y la centralidad de mandos tanto a los Poderes Ejecutivo como Judicial, terminando por emplearse en otros asuntos y por fuera de su propia territorialidad municipal. Esto se conjugaba con el hecho de que en algunas situaciones los regidores fungieron, a la vez, como funcionarios judiciales.
Los problemas territoriales afectaron profundamente la administración de la justicia, más cuando la capital donde se asentaban las cabeceras de los poderes cambió varias veces producto de los conflictos políticos entre los caudillos Urrea, Gándara y Pesqueira.
Como parte de estos problemas se encontraba el papel de la Iglesia y de los religiosos que a menudo azuzaban a las comunidades indígenas contra algunos vecinos y sus propiedades, aunque también se presentaron quejas de las propias comunidades contra algunos eclesiásticos; por los mismos motivos.
Algunas de las razones que explican la beligerancia de los religiosos son la existencia del espíritu misional e incluso el reconocimiento de los derechos que regulaban a los indios en el que los misioneros jugaban un papel importante, ya que les permitía hacer las veces de jueces al interior de las comunidades indias con el carácter de jueces económicos.
La Iglesia y en particular su alta jerarquía seguía contando con los recursos del diezmo. La suspensión del mismo provocó un agrio debate en Sonora. Contra la medida se argumentó que este impuesto más que religioso siempre fue administrado y cobrado por el Estado y que por tanto éste se quedaba sin una importante fuente de recursos, por lo que se pedía que la diferencia presupuestal por ese concepto fuera cubierta por la federación.
El proceso de desmembramiento del sistema misional y de las comunidades indígenas' provocó problemas entre las mismas y sus párrocos, máxime cuando adquirían por ley: capacidad para resoluciones judiciales. Recuérdese que para esta época las misiones de la Pimería Alta seguían sin ser secularizadas y permanecían bajo la administración de los pocos religiosos regulares, misioneros de la orden de San Francisco. Esto les autorizaba administrar tanto los aspectos de la fe como los económicos y, con la Independencia, los de orden judicial.
No faltaron incidentes conflictivos producto de estas situaciones irregulares. Las comunidades impugnaron el papel judicial de los religiosos, como fue el caso de la misión de Tumacácori hacia 1833, en la región de la Pimería Alta, muy cerca del presidio de Tucson. Tumacácori era un punto muy alejado de los principales centros de la administración de la justicia que presentaba los rasgos heredados de la Colonia, y años después pasaría a ser parte de Estados Unidos. Este pueblo estaba administrado por el juzgado de Tubac, y seguía contando con una población indígena que entraba en conflicto con la autoridad civil.
En las pequeñas localidades sonorenses los Jueces de Primera Instancia a menudo se vieron envueltos en problemas con sus habitantes, los cuales tenían su origen en un excesivo celo para ejercer la autoridad conferida y en una poca preparación para dictaminar y administrar la justicia de acuerdo a leyes y decretos y no a apreciaciones personales.
En un ambiente tenso de por sí en los primeros años de vida soberana del Estado de Sonora, los centros mineros eran otra fuente de fricciones de índole legal entre autoridades judiciales y pobladores. Se pone particular énfasis en los centros mineros por su peso en la recaudación de impuestos, los cuales en los puntos más alejados también eran recogidos por los jueces.
Como ejemplo, un conjunto de mineros vecinos de la Ciénega, en Altar, levantaron una queja contra Rafael Moraga, que fue nombrado Juez de Primera Instancia del Partido de Guadalupe de Altar. Su nombramiento ocasionó la reacción y enojo de los mineros de la Ciénega, quienes recordaron ante el Gobernador que Rafael Moraga, el acusado, tenía pendiente desde 1832 una causa criminal sin resolverse. Esta causa se debía precisamente a destrozos que provocó contra gambusinos de la región a los que ahora cobraba violentamente el pago de impuestos.
El caso señalado permite ver algunos aspectos interesantes. Los que ejercían la administración de la justicia solían recurrir a la conciliación de las partes por medio de la palabra y la satisfacción pública por disculpa, procediendo en lo posterior a la destrucción de los expedientes de las causas para que no quedaran evidencias. La administración de la justicia, en el contexto de la época, no se desligaba de los valores de las personas. De tal suerte que el insulto o el agravio se tomaba no tanto contra la personalidad judicial o autoridad que representaba al juez, sino contra la persona, de tal suerte que las desavenencias entre ciudadanos y autoridades podían ser resueltas mediante la disculpa. Es así que en 1834 se levantó nuevamente aquella demanda por varios vecinos que no tenían conocimiento del arreglo que se había tomado el año de 1832.
La división del Estado de Occidente exigió dar cuentas a la federación de documentos que mantenía Sonora en su nueva soberanía sobre aquel Estado, y el desorden administrativo de sus memorias documentales fueron razón de continuas llamadas de atención desde la capital. Aunado al desorden documental, estaba la carencia de leyes y decretos emitidos por la federación y la ausencia en el Estado de un periódico oficial donde se publicaran toda clase de leyes dictadas por el Congreso o el mismo Gobernador.
Si el desorden administrativo y documental era hasta cierto punto lógico, resultado en parte de la rebelión yaqui de 1831 y 1833 que ocasionó muchos trastornos, lo cierto es que continuaba para 1839. Un comunicado del Ministro Interior, el 31 de marzo, señalaba que las autoridades locales pedían nuevamente los paquetes de leyes que se extraviaron con la rebelión encabezada en 1838 por José Cosme Urrea. La vuelta de ese año dio pie a una serie de testimonios sobre dicha rebelión, analizando la conducta de Urrea y de aquellos sospechosos de apoyarlo. Las rebeliones de esta época mostraban la tendencia a controlar las salidas marítimas, como las del puerto de Guaymas, en función del manejo de impuestos por comercio de importación, los cuales eran claves para financiar la guerra. Pese a ser punto de escasa población, por su estratégica importancia económica el puerto de Guaymas varias veces fue señalado para instalar la sede de algunos juzgados federales, como el Quinto Tribunal de Circuito. Precisamente durante la rebelión de José Cosme Urrea, el empleado de la Aduana Marítima el Guaymas, como simpatizante del mismo, le entregó $2,630.40 pesos, lo cual dio origen a su renuncia. Cabe señalar que el control de la Aduana Marítima de Guaymas fue siempre razón de conflicto entre las facciones en pugna a nivel regional, al igual que con los gobiernos que desde México controlaban el poder, en su alternancia de conservadores y liberales.
La continua lucha por el poder y la posición ante la Presidencia de la República en Sonora se expresaba entre José Cosme Urrea y Gándara y posteriormente entre este último e Ignacio Pesqueira. Incluso en las pequeñas localidades, en lo más remontado de la serranía sonorense, se dieron diferencias entre pueblos enteros que se calificaban unos y otros como pertenecientes a los bandos centralistas o federalistas, lo que se expresaba en constantes pugnas propias de la vida cotidiana que no evitaba el que se entablaran juicios ante los tribunales, que en su carácter político sólo el Gobernador resolvía.
Las distintas rebeliones dieron pauta al surgimiento de pasiones individuales como motivo de nuevos enfrentamientos. Los conflictos personales fueron elemento importante en el ejercicio del derecho. El tejido de relaciones familiares o el parentesco a menudo eran más fuertes como instancias de respuesta que las estructuras jurídicas del mismo Estado. A lo largo del siglo XIX, la familia se convirtió en la institución reguladora de la sociedad, tanto en el orden político como económico.
Un ejemplo que ilustra cómo las causas personales permeaban los procedimientos legales es el caso en 1855 del juez José Bustamante que remite a prisión a Rafael Valenzuela, Tesorero Municipal de Ures. Maximino Salazar informó sobre el caso señalando una larga serie de conflictos anteriores entre los mismos individuos. Ocupando Salazar la Prefectura y la Comandancia Militar, suspendió al juez Bustamante y tomó su lugar a fin de conocer e informar del caso al Presidente del Supremo Tribunal, sólo que este último no podía resolver nada en virtud de su relación de compadrazgo con Bustamante.
Al consumarse la Independencia, la administración de la justicia tuvo que realizarse respetando la estructura que para ese fin se estableció durante la dominación española. Fueron los alcaldes de los pueblos, donde se contaba con Ayuntamientos, los que tenían la doble función de administrar el Ayuntamiento y fungir como Jueces de Primera Instancia. Esta estructura fue convalidada en la Constitución Política del Estado, el 31 de octubre de 1825. Sus resoluciones, sin embargo, requerían de ser consultadas ante los asesores, otra figura jurídica que cubría la carencia de jueces conocedores de las leyes. Dejar todo en manos de jueces legos tenía sus consecuencias derivadas de decisiones inducidas por razones personales o de grupo, que en los pueblos de Sonora se podían presentar con facilidad, como ya se ha visto. El nombramiento de asesores, expedido por Ley el 19 de enero de 1825, se vio como una forma de resolver el problema.
Para está época, al frente de cada uno de los cinco departamentos en que se dividía Sonora operaba un asesor. Terminaron por existir cuatro asesores, ya que Arizpe y Horcasitas se agruparon en un solo Departamento.
Para 1831 se estableció una Asesoría General que tenía por fin auxiliar al Poder Ejecutivo en el ramo de lo judicial. La existencia de la Asesoría General y los asesores judiciales de cada uno de los Departamentos tuvo sus vaivenes, ya que tal organización desapareció en algunos años como 1837 durante la revuelta de Cosme Urrea, y fue restablecida hacia 1841. Sin duda esta estructura judicial podía resolver rnedianamente las intensas tareas de administrar la justicia, pero se trataba de un poder judicial débil y la acumulación de trabajo se acusaba constantemente.
La atribución concedida a los alcaldes sólo era posible cuando las poblaciones contaban con más de tres mil habitantes; en caso contrario la justicia quedaba en manos de los alcaldes de barrio, establecidos por la misma Constitución. Contaban con el auxilio de un síndico, pero sus actos estaban sujetos o subordinados a los cabildos municipales y jefes departamentales. Estos ensayos desaparecieron hacia 1837 con la reglamentación dictada por el gobierno central.
Un antecedente más de la organización judicial fue la Audiencia de Nueva Galicia en cuya jurisdicción estaban comprendidos Sonora y Sinaloa. Las Audiencias fueron una especie de tribunal de apelación de los otros tribunales o autoridades judiciales. Este tipo de tribunal desapareció hacia 1824 al instalarse el Estado de Occidente.
La personalidad jurídica anterior a éstas y que perduró durante la Colonia fue la de alcalde mayor, que aparte de sus atribuciones administrativas fungía como Juez de Primera Instancia. Sus atribuciones estaban muy asociadas a la amplitud territorial que cubrían. En el caso de Sonora los alcaldes mayores fueron el de la Provincia de Sonora y el de Ostimuri.
Durante los años que duró el Estado de Occidente se instaló el Poder Judicial con el Supremo Tribunal de Justicia compuesto de tres Salas, con tres ministros y un fiscal, sin embargo no pudieron funcionar aquellas tres por la carencia de personal letrado para el caso, lo que difìcilmente se cubrió con las funciones concentradas en una sola.
Como Rodolfo Acuña señala, a los líderes sonorenses no era fácil definirlos en función de las corrientes ideológicas antagónicas de la época, conservadora o liberal, ya que presentaban una buena capacidad para adaptarse a los gobiernos que tomaban el poder, o para vestirse ideológicamente según la tendencia de las fuerzas que los apoyaban.A nivel regional sólo las incursiones filibusteras de Raousset de Boulbon y Henry Crabb, al igual que la guerra con Estados Unidos, la venta de la Mesilla y la intervención francesa, fueron acontecimientos suficientes para deslindar sus preferencias político-ideológicas e intereses personales con los de la Nación. Los Jueces, Magistrados y Presidentes del Supremo Tribunal de Justicia no estaban al margen de esos cambios e influencias y eran presionados en los procesos políticos por los diferentes grupos.
Las oscilaciones a las que estaban sujetos los miembros del Poder Judicial mermaban el carácter imparcial que debían guardar ante la sociedad y los grupos políticos; pero hay que aceptar que esto era producto del contexto en que se desenvolvieron. La parcialidad política también pesaba sobre los miembros de los Poderes Ejecutivo y Legislativo.
Un ejemplo claro de las tensiones entre el Poder Ejecutivo y Judicial fue la que se provocó un año antes de la invasión de Henry Crabb a Sonora, en los rumbos de Caborca el año de 1857. El filibustero contó con el apoyo de un prominente hombre de negocios, Agustín Aínza, de origen filipino casado con una mujer sonorense. Este comerciante dejó ver rápidamente sus intereses de buscar la anexión de Sonora a Estados Unidos mediante la invasión de Crabb. Aínza fue aprehendido y acusado por el Tribunal de Distrito por alta traición. Las relaciones entre los Poderes Ejecutivo y Judicial empezaron a turbiarse cuando el Gobernador Manuel María Gándara intentó que Aínza fuera enviado ante un juez militar, propósito que se vio frustrado por su caída el 15 de julio de 1856. El mismo mes de julio de ese año se nombró al Juez Francisco Islas como responsable de reunir pruebas del caso, pero el nuevo Gobernador Ignacio Pesqueira otorgó la libertad condicional a Aínza. Casi un año después, el 30 de junio de 1857, los tribunales de Hermosillo seguían sin recibir información. Algunos historiadores han atribuido esos retrasos a una presunta negociación entre Pesqueira, Crabb y Aínza, donde el primero sería apoyado contra cualquier rebelión de Gándara. Otros lo explican en virtud de la escondida protección originada en las amplias relaciones y las redes familiares de la esposa sonorense de Crabb.
Como ya se ha insistido, fue tan grave la carencia de personal preparado para ocupar funciones de defensores, fiscales y jueces en general que, dependiendo de las circunstancias, el Estado pedía incorporar a individuos de la misma sociedad que aun en su carácter de legos estaban obligados a cumplir esas funciones de acuerdo al reglamento del Tribunal (No.41), que observaba castigos en caso de negativa. En realidad las funciones de los jueces de paz no se reducían a la mera administración de justicia, sino que se les adjuntaban en ocasiones labores hecendarias y económicas como la determinación de la propiedad en caso del ganado mostrenco.
La organización del Estado para su administración dio varios tumbos, mismos que se relacionaban con los diversos conflictos políticos propios de la región y el país. La pura denominación del Estado o la región fue expresión de los cambios que la lucha por el control y el poder originaba. La nominación de Departamento tiene origen en Francia en 1790. Se le concibe como una administración centralizada que en la Constitución de 1824 se hace ya presente. Posteriormente Orozco y Berra la rescata como propuesta económico-administrativa del proyecto monárquico de Maximiliano.
En lo anterior se fundaba la división en 1837 en cuatro Distritos, los de Arizpe, Horcasitas, Hermosillo y Baroyeca. Los cuatro Distritos estaban controlados por prefectos. Los Distritos a su vez se dividían en Partidos, bajo la administración de subprefectos. La Constitución del 13 de mayo de 1848 dividió el Estado en nueve Distritos, que eran Alamos., Altar, Arizpe, Guaymas., Hermosillo, Moctezuma, Sahuaripa, Ures y San Ignacio (después Magdalena). Pese a la derrota de las fuerzas conservadoras representadas en la figura de Gándara, tanto durante las luchas de Reforma, la intervención francesa y el gobierno posterior de Pesqueira, se vivió un período de extrema concentración del poder en el Ejecutivo, en detrimento de la participación tanto del Poder Legislativo como Judicial.
En principio, el proceso de consolidación del Poder Ejecutivo prácticamente en autonomía de los otros dos fue lento pero inevitable, y faltaría hacer un análisis de los gobiernos de las últimas tres décadas del siglo XIX que nos demuestre ese paso en términos de qué aportaron ante situaciones nuevas como el crecimiento poblacional, la reestructuración administrativa y la apertura del país a las grandes inversiones extranjeras.